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Este hombre del casino provinciano
que vió a Carancha recibir un día,
tiene mustia la piel, el pelo cano
ojos velados por melancolía
bajo el bigote gris, labios de hastío,
y una triste expresión que no es tristeza,
sino algo más y menos: el vacío
del mundo en la orquendad de su cabeza.
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Aún luce de corintio terciopelo
chaqueta y pantalón abotinado,
y un cordobés color de caramelo
pulido y torneado.
Tres veces heredó y tres ha perdido
al monte su caudal; dos ha enviudado.
Sólo se anima ante el azar prohibido
sobre el verde tapete reclinado,
o al evocar la tarde de un torero
la suerte de un tahúr o si alguien cuenta
la hazaña de un gallardo bandolero,
o la proeza de un matón, sangrienta.
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Bosteza de políticas banales
dicterios al gobierno reaccionario
y augura que vendrán los liberales
cual torna la cigüeña al campanario.
Un poco labrador, de cielo aguarda
y al cielo teme; alguna vez suspira
pensando en su olivar, al cielo mira
con ojos inquietos si la lluvia tarda.
Lo demás, taciturno, hipocondríaco
prisionero de la Arcadia del presente
le aburre; sólo el humo del tabaco
simula algunas sombras en su frente.
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Este hombre no es de ayer, ni es de mañana
sino de nunca; de la cepa hispana.
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No es el fruto maduro, ni podrido,
es una fruta vana
de aquella España que pasó y no ha sido
esa que hoy tiene la cabeza cana.
(Campos de Castilla, Antonio Machado)
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